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TITULO DE LA PUBLICACIÓN: DEMASIADO VIEJO PARA HACER DE ADÁN
INFORMACION © | REDACTADO POR: Maria Teresa Aguero Diez
urante el siglo XVIII, la jubilación en sus trabajos podía ser demandada a veces de manera acuciante por los empleados que de alguna manera dependían del Ayuntamiento alicantino. Tal era el caso de Francisco Pastor, quien en mayo de 1765 suplicaba encarecidamente se le jubilara de representar el papel de Adán que venía efectuando durante muchos años, por no considerarse como actor idóneo, debido a su avanzada edad.
Al parecer, esta representación se repetía año tras año con el título «El misterio de Adán y Eva» y no es difícil imaginar, desde nuestra perspectiva la angustia de una persona que va viendo cómo sus condiciones físicas cada vez cuadran menos con el papel que la sociedad requiere de él. Únicamente nos tranquiliza pensar que, en el setecientos la retina de los ciudadanos alicantinos era capaz de abstraer la imagen del resignado Adán y dotarle de aquellos atributos que poco a poco iban desapareciendo, sin compararla con otros posibles modelos, más arrogantes. Este ejercicio imaginativo sería impensable en nuestros días.
En otros muchos casos, la jubilación de un funcionario municipal, suponía para el Ayuntamiento un problema adicional, ya que oficios como el de portero, escribano, etc., eran tan cercanos al cabildo, que éste debía resolver dignamente los últimos años de sus empleados, aspiración justa que no siempre lograba buenos resultados. En agosto de 1789, el portero Jaime Pagán, tras su jubilación por causa de una ceguera total, se vio obligado a desalojar su casa en el zaguán del Ayuntamiento, para cederla al nuevo portero, ordenando los regidores su traslado a la azotea del Consistorio. Tras la queja del antiguo portero, el cabildo decidió permitir a Pagán que prosiguiera su estancia en el zaguán, siempre que no utilizara en él ninguna cocina.
Al parecer, esta representación se repetía año tras año con el título «El misterio de Adán y Eva» y no es difícil imaginar, desde nuestra perspectiva la angustia de una persona que va viendo cómo sus condiciones físicas cada vez cuadran menos con el papel que la sociedad requiere de él. Únicamente nos tranquiliza pensar que, en el setecientos la retina de los ciudadanos alicantinos era capaz de abstraer la imagen del resignado Adán y dotarle de aquellos atributos que poco a poco iban desapareciendo, sin compararla con otros posibles modelos, más arrogantes. Este ejercicio imaginativo sería impensable en nuestros días.
En otros muchos casos, la jubilación de un funcionario municipal, suponía para el Ayuntamiento un problema adicional, ya que oficios como el de portero, escribano, etc., eran tan cercanos al cabildo, que éste debía resolver dignamente los últimos años de sus empleados, aspiración justa que no siempre lograba buenos resultados. En agosto de 1789, el portero Jaime Pagán, tras su jubilación por causa de una ceguera total, se vio obligado a desalojar su casa en el zaguán del Ayuntamiento, para cederla al nuevo portero, ordenando los regidores su traslado a la azotea del Consistorio. Tras la queja del antiguo portero, el cabildo decidió permitir a Pagán que prosiguiera su estancia en el zaguán, siempre que no utilizara en él ninguna cocina.
TITULO DE LA PUBLICACIÓN: DEMASIADO VIEJO PARA HACER DE ADÁN
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Durante el siglo XVIII alicantino, tercianas e higiene urbana eran dos conceptos íntimamente ligados. Al tratarse de un brote epidémico que aparecía en barrios y zonas puntuales y en determinados momentos del año, era lógico relacionar el mayor grado de salubridad de barrios y calles, con la aparición de las temidas fiebres. Las actas capitulares recogen memoriales redactados por vecinos de barrios asolados por las tercianas, lamentándose de los insoportables olores procedentes de balsas, fábricas, vertederos u otros focos en los que se corrompían diversos materiales.
Esta automática relación entre tercianas y corrupción de materias que hacía el ciudadano setecentista, quedaba patente en el caso de las numerosas balsas construidas para contener agua que posteriormente sería utilizada para riego y otros usos domésticos.La utilización de estas balsas como lavaderos y el estancamiento de las aguas que no teman una base adecuada desplegaba una enorme cantidad de memoriales dada la dificultad de vigilar su buen uso. En agosto de 1760, un grupo de vecinos de la calle Mayor se quejaba de que «al anochecer notan hedor intolerable que procede de las balsas in mediatas a sus casas; experimentando que al mismo tiempo se van agravando y aumentando las tercianas atarardilladas que en muchas casas han afectado a ocho individuos. Lo atribuyen a las balsas y sobre todo a la que hay en la misma calle llamada de San Vicente que es la que recoge los desperdicios de las aguas de la fuente de ella...»Ante estas alarmantes manifestaciones el cabildo acordó que Nicolás Scorcia, dueño de la balsa, la limpiara de noche y pusiera el suelo de argamasa. Además, el regidor, don Juan de Pobil debía hacer una «visura» de la zona, acompañado de un médico, ya que «en las cercanías hay otras balsas, estancos y rebalsas de agua que se corrompe por falta de curso, produciendo enfermedades...»
Para evitar que la ropa se lavara en lugares inadecuados, el Ayuntamiento fue emitiendo una serie de normas, que por otra parte era muy difícil hacer cumplir porque el problema radicaba en la escasez de lavaderos.La lentitud con que estos asuntos se resolvían, se constata a través del seguimiento estricto del contenido de las distintas actas capitulares. En agosto de 1765, los médicos de ciudad Sala, Puerto y Gimeno presentaban a los capitulares, el informe resultante del reconocimiento en las balsas de los huertos que muchas veces servían de lavadero. El dictamen de estos médicos era que la mayoría de ellos estaban corruptos y cerca de los lugares donde se depositaba el estiércol. Inmediatamente se acordó la prohibición de lavar en ellas obligándose a los dueños a que las tuvieran siempre limpias bajo pena de 5 sueldos a las lavanderas, y de 10 reales a los propietarios, obligándose éstos a apartar a una distancia proporcionada los estercoleros. Diez años más tarde, en 1775, únicamente había variado la multa con que se sancionaba a los dueños o arrendadores de los huertos, ascendiendo ya a 20 reales, pero las infracciones seguían practicándose con la misma asiduidad.Si a esto, añadimos la falta de reglamentación acerca de las pequeñas fábricas artesanales instaladas dentro del recinto urbano: fábricas de almidón, velas, jabón, etc., en cuya actividad, el cabildo iba actuando a remolque de las cada vez más acuciantes denuncias presentadas, tendremos una panorámica que a nuestro juicio está muy bien reflejada en la exposición de los diputados de Sanidad Torregrosa e Izquierdo, en cabildo de 1 de agosto de 1767, después de haber recorrido junto con el cura don Mariano Pastor y el médico don Carlos Tomás Ximeno la mayor parte del barrio de San Antón, llegando a la conclusión que la falta de limpieza en las calles tenía mucho que ver en la salud de sus habitantes.
Decían al respecto los médicos que «...aunque han anotado los nombres de los enfermos es imposible calcular porque en un mismo día, tenían en cuenta que casi todas son tercianas, van aumentando».
Sus causas son, además de la necesidad y miseria, la proximidad al Hospital del Rey, las inmundicias que salen de las letrinas por los albañales al barranquet, los tarquines in mediatos a la fuente y las putrefacciones que salen de la tenería y la sangre corrompida por estar sangrando dentro del poblado el albéitar (se llamaba así al herrero que muchas veces hacia la función de veterinario) y los estercoleros que se hallan dentro de las calles y a la circunferencia en que se hallan algunos fabricantes de almidón causa de putrefacción, esto es causa de las enfermedades en que mejoran unos y caen otros, esto si no se remedia transcendería al resto de la ciudad.
Hasta 1771 no se emitió ninguna norma que regulara la labor de los albéitares dentro de un espacio determinado que se fijó, estuviera situado dentro de la Rambla de las Rejas, bajo pena de 10 sueldos cada vez que esa norma se contraviniese.
El secado de las pieles en las inmediaciones del matadero, y las fábricas de curtidos de pieles también ubicadas dentro del casco urbano, infectando el ambiente, eran otros muchos puntos emisores de malos olores, y por consiguiente también de las temidas fiebres.
Los barrios más afectados eran sin duda el de San Antón, y dentro de él, la calle Principal o de San Vicente, en la que confluían además de las generalizadas deficiencias estructurales un alto índice de población y unas condiciones económicas más precarias, aunque otros barrios aledaños como el del Arrabal Roig o el de San Francisco también presentaban situaciones similares.
A pesar de que invariablemente se producían los brotes epidémicos de tercianas al llegar el verano, en algunos momentos este hecho adquiría proporciones enormes. Este es el caso del bienio 1766-1768, formulándose la necesidad de «acortar las diversiones y socorrer a los enfermos..».
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